
La resilencia es una especie de resurrección ante la adversidad, donde nos reinventamos desde el dolor, desde la angustia, desde las perjudiciales y/o injustas circunstancias. De hecho, muchos han comenzado a experimentarla en estos tiempos de cuarentena tan difíciles. Y no hay mejor halago, que el sorprendernos a nosotrxs mismxs y sentir que la fortaleza aflora como armadura de defensa porque valemos, porque somos seres merecedores de oportunidades y frutos.
Nosotrxs, lxs otrxs, lxs que pertenecemos a la comunidad LGBTIQ+, vivimos en resilencia cada día de nuestras vidas. Ya aprendimos a levantarnos con la cara en alto tras cada caída o cada cabe.
Aprendimos a pasar el trago amargo pero a asomar sonrisas, aprendimos a vanagloriarnos entre nosotrxs porque sabemos que afuera muy pocos lo harán, aprendimos a sacar pecho cruzando puentes con carteles colgados de con mis hijos no te metas, aprendimos a poner nuestros bienes a nombre de nuestras parejas en vida, a formar sociedades o a buscar la manera de infiltrarnos en los hospitales cuando no se nos reconoce como pareja del enfermx. Aprendimos a salir adelante cuando nuestra tasa de desempleo es altísima. Aprendimos a decir las cosas como son en los censos donde somos aún más invisibles. Aprendimos a bailar ignorando burlas, como si lo hiciéramos en soledad frente al espejo, gritando a voz en cuello canciones como “I will survive” o “A quién le importa”. Aprendimos a sacarle la vuelta a las leyes y a casarnos simbólicamente o fuera de nuestro país, aprendimos a tener nuestrxs hijxs a través de tratamientos asistidos o vientre subrogado haciendo malabares para que nuestras familias homoparentales sean reconocidas sin éxito en el estado pero con gloria en nuestro círculo. Aprendimos a aguantar palazos en carceletas cuando llegamos ahí de manera injusta, o a corregir fuerte y claro a nuestros compañerxs de trabajo cuando no nos llamaron por nuestro nombre social. Aprendimos a ignorar miradas de desprecio cuando salimos a la calle llevando con honra nuestra identidad transgénero o nuestra expresión no binaria. Aprendimos a escoger familia, a pararnos para ir a votar sin fe, a marchar con todos los colores y escarcha posible para refregarle al mundo entero que somos resilentes ante su indiferencia, y que no nos olvidamos de todxs lxs que batallaron por derechos y fueron ignoradxs, pisoteadxs, violentadxs, asesinadxs.
Junio no representa el parade de los cabros, el desfile de patos, la marcha de las locas, la celebración de los gays; Junio es el mes donde con orgullo nos visibilizamos más que nunca en conmemoración a Stonewall y a todxs lxs activistas que ya no están, para clamar los derechos que nos corresponden en búsqueda de una sociedad justa con igualdad de oportunidades para todas las personas. Por ello, lxs comprometidxs deberíamos ser TODXS.
Este año no marcharé en la calle, pero mi manera de gritar que existo y que necesitamos derechos, será compartiendo lo que hoy vivo. Tal vez no sea escuchada por el estado, finalmente nunca lo somos, pero a través de este mensaje, podría mover corazones aliados que nos ayuden a hacer bulla, luego de haber comprendido que unx no marcha para tener el álbum de fotos de tu boda, sino porque hay causas más grandes e injusticias más crudas, que nadie merece padecer.
Este 27 de Junio mi principal motivo de marchar sería mi hija. Casi todxs nos hemos visto afectadxs por el inesperado virus. Sin embargo, a los problemas comunes de la coyuntura, nosotrxs debemos sumarles otros tan o más difíciles. Comparto la maternidad de mi hija mayor con mi ex pareja. Ellas viven juntas y por un acuerdo de palabra, yo paso con mi hija los fines de semana. Sin embargo, el COVID19, ese virus que ya nos tenía distanciadas por más de dos meses, abrió la posibilidad de que la otra madre, vire su rumbo hacia otro horizonte y tome la unilateral decisión de marcharse con nuestra hija fuera del país. Al comunicarme esta noticia, enloquecí, me desvanecí, me sumergí, me levanté, escuché, refuté, indagué, luché, busqué alternativas, despotriqué, lloré, chillé, rogué, me humillé, endurecí, me resigné. La impotencia y frustración de no tener amparo alguno y el desgarro del alma por el arrebato de una parte de mí, me dejaron rota. Ponte en mis zapatos un instante por favor e imagina la desesperación por no poder evitar que unx de tus hijxs ya no esté a tu lado y la sensación de incertidumbre porque el mango de esa sartén no lo tienes tú, por más que la hayas sostenido cada día de tu vida.
Hoy mi hija ya no está conmigo, simplemente después de 10 años, se la llevó y no sé cuando la volveré a ver. Y no hay nada que nosotrxs, los otrxs, podamos hacer para revertir, prevenir, evitar o al menos negociar condiciones o acuerdos en este tipo de situaciones. Lo único que podemos hacer es lo que mejor sabemos, y es ser resilentes. Hoy me levanto porque valgo, porque también soy merecedora de oportunidades y frutos. Hoy me levanto con el pecho inflado de orgullo por ser madre lesbiana, porque mi hija no nació de mi vientre pero mis entrañas sacaron lo mejor de mí para criarla como su madre y me paro a exigir una ley que nos proteja, no sólo por nosotrxs, sino por nuestrxs hijxs, que tienen tanto derecho como cualquier otrx niñx de ser amadxs, educadxs, protegidxs y guiadxs por ambas partes de manera equitativa.
Basta de hacerse lxs ciegxs. Mi caso es uno de muchos otros invisibles. La miseria que nos dejan los vacíos legales se evidencia aún más en épocas de crisis. Pero es Junio, y en medio de esta pandemia, se saca la mejor sonrisa con mucho orgullo.
Este año no habrá marcha en la calle, pero estoy segura que habrán más aliadxs que nunca.
Karenina Álvarez J.